Nos enterábamos esta semana de la muerte de Diego Armando Maradona, icono del fútbol, sin duda, genio en el manejo del balón, capaz de dejar a toda una grada boquiabierta en apenas 10 segundos de toque de pelota.
Personaje más allá de la propia persona, es evidente. Convertido por muchos en algo más que un ídolo. Pero rodeado de controversia y circunstancias personales que a nadie dejan indiferente.
Maradona no ha sido un ejemplo de vida, creo que no podemos discutir este punto. Así pues, era de esperar que llegados este momento, el de su muerte, la polémica estuviera servida.
Drogas, violencia, prostitución, fotos más que comprometidas con menores…
Se conoció la noticia del fallecimiento del argentino y empezaron los mensajes. Las muestras de dolor, pero también quienes exteriorizaban su disconformidad ante tanta muestra de respeto a una persona que en vida a menudo lo faltó.
¿La muerte todo lo borra? ¿Todo lo perdona? No todos aceptan la redención. No todos abogan por un perdón y un olvido. Son muchas las voces que no han querido sumarse a homenaje ninguno por puro convencimiento, por principios. La voz más clara al respecto estos días era la de la futbolista Paula Dapena, quien no quiso guardar el minuto de silencio en pie por la muerte de Maradona, porque le pesa más la persona que el personaje y no podía formar parte de algo en lo que no creía.
Maradona fallecía, cosas del destino, el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Y en este contexto, Paula sentía que si no se guardaba un minuto de silencio por las víctimas de la violencia de género no debía guardarlo ante una persona que había sido condenado por ejercer esta violencia.
Junto a las lamentaciones de los admiradores de Maradona le llovieron las amenazas de quien juraba hacerle pagar lo que consideraban un agravio.
Maradona fue convertido mundialmente en un icono, en alguien a quien venerar hasta endiosarlo. Hablan de ese espejo en el que muchos argentinos se miraban como símbolo de que se podía salir de la pobreza y alcanzar la gloria, que podía hacer olvidar a un país entero sus problemas y hacerles sonreír y sentir orgullo, perdonándole todo en pos de su genialidad con el balón.
Pero bien podía mirarse Argentina en otro reflejo que estos días no acumula tantas letras en los medios como, evidentemente, las ocupa el Pelusa, aunque cierto paralelismo hay en sus historias. Leíamos estos días que la BBC había incluido a Evelina Cabrera en su lista de las 100 mujeres más influyentes. También venida de abajo, también del mundo del fútbol, mujer hecha a sí misma que trabaja en la lucha por la igualdad de condiciones hacia las mujeres en su país.
Me pregunto qué responsabilidad tenemos nosotros en la forma en que creamos ídolos. Convertimos a quienes deberían ser referentes en monstruos mediáticos, con todo el peligro que ello conlleva, permitiendo y justificando situaciones a estos “semidioses” a los que todo se les perdona.
Maradona y el Diego, el dios y el ángel caído, el ídolo y su caricatura, odiado y amado a partes iguales… antes y ahora, así en el cielo como en la tierra.